Artículo publicados por diario La Tercera el domingo 14 de agosto del 2016.
Cuando escucho comentarios como: “la puerta giratoria”, “otro ladrón que queda en libertad”, “los delincuentes deberían estar todos presos”, inmediatamente se me viene a la mente ¿qué sentirían éstas personas si fueran injustamente acusadas por un delito que no cometieron o si hubieren cometido un delito menor, pero se les acusare por un crimen? ¿Estamos dispuestos a combatir la delincuencia endureciendo aún más nuestro sistema criminal a riesgo de que aumenten casos como éstos, en los que inocentes han terminado privados de libertad? ¿Es más importante castigar al culpable que proteger al inocente?
Los penalistas clásicos se refieren al derecho penal como “La Ultima Ratio” y consideran que el sistema criminal es la herramienta más torpe del Estado. La aplicación de la Ley penal, es decir, el castigo de determinadas conductas con penas privativas de libertad, supone el fracaso del Estado en diversas materias: educación, redistribución del ingreso nacional, reinserción social, sanitaria (tratamiento de la drogadicción y alcoholismo), etc. Dicho de otra manera, el Estado debe partir por la prevención, continuar con la reinserción y finalmente, como ultima ratio, recurrir al castigo.
Nunca voy a olvidar cuando un prominente profesor nos dijo en la primera clase de derecho penal I: “en toda sociedad sana encontraremos índices de delincuencia”. La delincuencia es una construcción social. Somos nosotros, como sociedad, quienes sembramos la semilla en suelo fértil para que la delincuencia florezca, y ésta es la razón por la cual determinadas sociedades tienen más índices de delincuencia que otras. A ésta realidad debemos agregar que, además, sólo son constitutivas de “crimen” o “simple delito” aquellas conductas que la Ley Penal tipifica o sanciona como tales y, por lo tanto, lo que en Chile es delito puede que en otro país no lo sea. Un ejemplo claro es el delito de aborto.
Es lamentable que baste con que un sujeto pise un Tribunal de Garantía, que sea investigado por el Ministerio Público, para que automáticamente sea considerado culpable por un porcentaje no menor de nuestra sociedad. La cifra de 47.279 personas que durante el año 2015 resultaron ser inocentes al finalizar sus juicios, es muy preocupante, sobre todo si consideramos que los factores que han incidido en ello han sido vicios graves del sistema: declaración de testigos falsos, mala conducta o corrupción de agentes policiales y error en la identificación de los “culpables”. El inocente que debe enfrentar un proceso judicial donde se le acusa de la comisión un delito, que en el peor de los casos queda sujeto a prisión preventiva (privación de libertad en un centro penitenciario por el tiempo que dure la investigación), queda “manchado” para siempre. No sólo se trata de una experiencia traumática que jamás olvidará, sino que, además, debe asumir una cruel realidad: aun cuando el Tribunal declare su inocencia, muchos quedarán con la duda de si era o no culpable.
Quizá los delitos a los que se refieren los dos casos tratados en el artículo en comento, son los más estigmatizantes. Pongámonos en el caso del profesor de educación básica que es formalizado y acusado por el delito de abuso sexual contra un menor de edad y que al final del proceso resulta absuelto por el Tribunal (declarado inocente): ¿Conservará su trabajo en el mismo colegio donde trabajaba antes de ser imputado por el delito de abuso sexual? Y si el caso resulta ser muy bullado ¿le será fácil encontrar trabajo en otro colegio?
Las consecuencias de una deficiente aplicación de la Ley penal y de la comisión de errores en los procesos judiciales son NEFASTAS, y es por ello que todos los actores del sistema estamos llamados a ejercer el máximo control posible y a utilizar eficientemente todas las herramientas que éste nos brinda para evitar que casos como éstos se sigan repitiendo en el futuro.